El
fraile Aldao
En nuestra historia de Rosas hemos hecho un bosquejo de este tipo repugnante y
feroz, como vicio y como crueldad. Su traición y su intriga al gobernador de
Mendoza, lo había levantado ante la consideración de Quiroga que lo creía un
buen aliado de su causa. Aldao era más cruel y más corrompido que Quiroga
mismo, por lo cual aquellos dos corazones tenían que simpatizar y ligarse
estrechamente.
Su venida inesperada con un socorro de fuerzas, contrariando la voluntad del
gobernador, era una prueba de su lealtad hacia Facundo, para éste, aunque todo
no había sido más que una intriga para quedar bien parado. El aspiraba al
gobierno de Mendoza y comprendía que protegido con el poder de Quiroga, el
conseguirlo sería cosa bien fácil.
Por esto es que había puesto mal a aquél con éste, y se había recostado al
último, comprendiendo que de este lado estaba todo el poder y el amparo de
Rosas. Y en el Tucumán mismo empezó a influir más en el ánimo del caudillo,
para que diera su golpe de manos a Mendoza.
-Lo que es prestigio en Mendoza, yo tengo -decía el fraile-, y la prueba es que
a pesar de toda su mala voluntad y su capricho, he reunido gente para venir, he
cumplido con su pedido. Yo hubiera traído mucha más gente, pero carezco
absolutamente de elementos, y traer gente desarmada no valía la pena. La
situación de Mendoza me parece que responde a los unitarios, y no sería extraño
que éstos hagan allí cuartel el día que quieran.
-Pues es preciso cambiar la situación de Mendoza; yo voy a esperar aquí una
respuesta de Rosas que debe enviarme y en seguida caeremos sobre Mendoza.
La entrada de Quiroga a Tucumán costó a su población martirios de todos géneros;
era cuestión de caer o no caer en gracia a Facundo. Por simple antipatía hacía
lancear o lanceaba él mismo a cualquier persona.
-Has de ser unitario -decía-, tenés cara de unitario, andá que te corten la
cabeza. -Y sin más preámbulos se la hacía cortar.
Los que querían medrar a la sombra de Quiroga, o estar bien con él para
conservar la cabeza, delataban como unitarios y enemigos del caudillo a personas
que habían o no habían estado mezcladas a los sucesos políticos, delación
que, como sucedía en Buenos Aires, era el equivalente de una sentencia de
muerte.
El Chacho impedía muchos horrores, pero no podía impedirlos todos. Sus tropas
estaban acampadas fuera de la ciudad, no permitiéndoles entrar por temor a los
desórdenes y excesos a que indudablemente se entregarían, siguiendo el ejemplo
de la división que Quiroga había alojado dentro de la ciudad.
Muchas familias oyendo lo que del Chacho se decía, y alarmadas con las
brutalidades que cometía Quiroga, habían salido a ampararse al Chacho. Pero éste
poco podía hacer por ellas, puesto que no podía contrariar las disposiciones
de Quiroga. Sin embargo, daba a cada una un oficial de su confianza para que lo
alojaran en su casa y pudiera servirles de garantía contra cualquier avance de
la tropa. Así el Chacho era la única garantía de vida y orden que había en
Tucumán.
Quiroga solía enviar a su campamento tal o cual individuo para que lo hiciera
lancear, pero éstas fueron órdenes que jamás cumplió el Chacho,
proporcionando a los que venían en aquellas condiciones todo lo necesario para
salir de Tucumán.
Quiroga, preocupado en la eterna orgía a que se hallaba entregado en sociedad
con el fraile, confiaba en el Chacho y poco se ocupaba de lo demás, puesto que
el día lo dedicaba al sueño y la noche a la orgía. El Chacho era invitado con
frecuencia a estas fiestas infernales que concluían siempre con una borrachera,
pero siempre rehusaba moverse de su campamento bajo pretextos diferentes. Así
es que nunca se le vio formar parte de aquellas escenas repugnantes y bárbaras.
Quiroga, en su desenfreno espantoso, no respetaba cosa alguna, armaba la
parranda donde le parecía mejor sin que nadie se atreviera a protestar ni con
la expresión de la mirada. ¿Quién se hubiera atrevido a provocar la cólera
de Facundo, más cuando ningún beneficio hubiera obtenido? Todos callaban y
sufrían esperando que algún día terminaría aquello.
La contestación que de Rosas esperaba Quiroga, no tardó en llegarle. El tirano
se mostraba plenamente satisfecho de la campaña contra La Madrid, autorizaba a
Quiroga para cambiar la situación de Mendoza, apoyando al elemento federal.
"El fraile Aldao es mío, le decía, puede dejarlo en Mendoza que él los
arreglará como es debido. Es preciso no abandonar a Tucumán sin dejar allí
bien establecido el Gobierno, pero un gobierno que sea federal y capaz de
hacerse temer y respetar."
Quiroga marchó entonces a Mendoza después de haber sacado a Tucumán una
fuerte contribución en dinero para atender los gastos y necesidades de su ejército.
Y dejó allí al Chacho con una división para que mantuviera el estado de cosas
que dejaba, hasta que quedase bien consolidado. Los habitantes de Tucumán, que
miraban la presencia del Chacho como una verdadera garantía de orden,
festejaron como un triunfo verdadero la permanencia del joven caudillo.
Quiroga y Aldao siguieron a Mendoza, a hacer idéntica cosa que lo que habían
hecho en Tucumán, de una manera más sangrienta aún, puesto que Mendoza iba a
quedar en poder de Aldao, que era más bandido y más perverso que el mismo
Quiroga.
Junto con la aprobación de su conducta Rosas le había mandado su nombramiento
de general y un espléndido uniforme correspondiente a su grado. Así Quiroga
venía a ser en aquellas provincias, lo que Rosas en Buenos Aires, el poder
supremo e inapelable.
Quiroga no quería entrar personalmente en Mendoza, quedando sólo como una
garantía de Aldao, que sería su vanguardia. Así envió al fraile con la mayor
parte del ejército, quedando él afuera con una reserva para el caso posible en
que éste fuera rechazado.
Mendoza era una provincia brava y fuerte, cuyas autoridades disponían de buenos
elementos de guerra. Si Quiroga se presentaba como conquistador, iba a provocar
grandes resistencias, lo que no sucedería con Aldao, que tenía allí su
prestigio y sus amigos. No habría que combatir tanto y el triunfo sería más rápido.
Esta era la razón que había influido en Quiroga para no presentarse él en
Mendoza, y mandar al fraile Aldao, quedando él para apoyarlo en caso de un
desastre.
Desde que pisaron territorio de Mendoza, el fraile Aldao empezó a reclutar
partidarios que salían a su encuentro. Unos de miedo y otros por precaución,
todos se presentaban al fraile ofreciéndosele en todo. Lo veían llegar al
frente de un ejército y no querían ser después perseguidos y degollados, por
no haberse presentado a tiempo poniéndose a sus órdenes. Muchos que por
fanatismo lo seguían con su simpatía y esfuerzo, salían a su encuentro y lo
recibían con muestras del mayor regocijo, lo que persuadió a Quiroga de que
Aldao era el verdadero caudillo de Mendoza.
Facundo campó a dos leguas de la capital, enviando a Aldao con sus mejores
tropas, para que entrara a la ciudad y se apoderara de ella. El fraile Aldao
entró a la ciudad a sangre y fuego, y por sorpresa; nadie lo esperaba, lo más
ajeno que temían las autoridades era un asalto de aquella naturaleza, así es
que los tomó desprevenidos, sin que siquiera pudieran intentar una defensa débil.
Algunas tropas que tenía el gobernador se resistieron duramente, pero poco
después se entregaban a discreción al fraile Aldao.
Este empezó desde el primer momento a ejercer las venganzas más bárbaras.
Aquellos que habían sido sus enemigos de alguna manera, o que le habían hecho
oposición en sus apariciones, fueron pasados a cuchillo de la manera más bárbara,
asaltando sus casas y arrancándolos de entre los brazos de la familia.
Demasiado conocidos son los horrores cometidos por el fraile Aldao, para que
intentemos narrarlos de nuevo.
Avisado Quiroga de lo que había hecho Aldao, entró a Mendoza seguido de su
reserva, a aumentar el horror de la matanza y del saqueo. Mendoza tuvo que pagar
a fuerza de sangre y plata la permanencia de Quiroga, huésped tremendo, que
inspiró a Aldao sus más bárbaras iniquidades. Este se había apoderado
completamente de Mendoza, erigiéndose en su gobernador con el aplauso del
elemento bárbaro y de aquellos que querían conquistar, aun de esta manera, la
garantía de sus vidas o intereses.
Aldao cambió inmediatamente todas las autoridades, colocando en todas partes a
gente exclusivamente suya, sin reparar si podían o no ocupar el puesto a que se
les destinaba. Puso sobre las armas él mismo tropas suficientes para sostenerse
en el poder, y se entregó sin reserva a la vida de crápula que había llevado
siempre.
Quiroga no tenía nada que hacer ya allí, la situación de Mendoza le pertenecía,
como le pertenecían La Rioja, Catamarca y Santiago. Su poder se extendía así
por todas partes, quedando como ú nico árbitro de aquellas provincias y de las
otras que recibían sus órdenes sin discutir, por temor de que el caudillo
hiciera con ellos lo que había hecho en otras partes, Quiroga se retiró de
Mendoza después de haberse hecho entregar con Aldao una buena contribución en
dinero para repartirla entre su gente.
-Ya sabe que Mendoza es suya -le dijo el fraile al despedirlo-y que puede contar
conmigo para todo. No tiene más que mandarme un aviso, en la seguridad que será
obedecido sobre tablas.
-Cuento con ello -contestó el terrible Quiroga-, y si no peor para usted,
porque a mí no se me desobedece sin sentir en el acto las consecuencias. Yo lo
dejo aquí en mi lugar -concluyó Quiroga de una manera sombría- pues otra cosa
no puede ser. Mis órdenes deben ser cumplidas en el acto, si no usted caerá
con la misma facilidad con que se ha levantado.
Aldao no tenía más remedio que acatar lo que le dijera Quiroga, y lo acató
sin la menor observación.
-A su llamado -dijo-, Mendoza estará en pie.
-Y si no lo está -replicó el soberbio Facundo-, vendré yo a hacerla levantar.
Y emprendió su marcha hacia La Rioja, para licenciar a sus tropas a Buenos
Aires, cuya vida le gustaba de una manera poderosa. Se había habituado a los
placeres de la gran ciudad y no pensaba en otra cosa.
"Si todo queda bien en Tucumán, venga a La Rioja donde lo espero, mandó
decir al Chacho, pues tengo que volver a Buenos Aires."
El Chacho, que deseaba volver cuanto antes a Huaja, se apresuró a complacer a
Quiroga, poniéndose en camino el mismo día de recbir el mensaje.
El pueblo de Tucumán no hallaba frases bastante expresivas para ponderar la
conducta del Chacho. Por todas partes no se escuchaban sino elogios de su bondad
y su rectitud, extendiéndose allí su influencia benéfica como se había
extendido en La Rioja y en Catamarca. Es que con todos había sido igualmente
bueno, no permitiendo que se cometieran injusticias ni venganzas. Para él no
había unitarios ni federales; todos eran hombres para él, acreedores a ser
tratados con igual bondad y consideración. Así es que todos, sin distinción
de ninguna especie, acompañaron al Chacho a su salida deseándole toda clase de
felicidades.
Ni él ni sus tropas dejaban en Tucumán la menor odiosidad ni un solo mal
recuerdo, pues cediendo a la influencia del jefe, la conducta de la tropa había
sido irreprochable. El Chacho había repartido entre ellas cuanto dinero tenía
y una buena suma que le entregó Quiroga al retirarse, de modo que los soldados
pagaban al contado lo que consumían, sin hacer ningún daño al comercio.
Cuando la autoridad dejada por Quiroga, había intentado cometer algún
atropello, el Chacho había sido el primero en oponerse, protegiendo siempre al
débil y dando la razón al que la tenía. Y como él era allí la autoridad
suprema, puesto que tenía la fuerza, no había más remedio que acatar y
cumplir sus disposiciones. El Chacho y sus tropas dejaron así en Tucumán el
mejor recuerdo de su permanencia. Todos sintieron su partida, indicándole que
influyese sobre Quiroga para que lo volviera a mandar.
Mendoza, en cambio, quedaba entregada sin defensa al abismo que representaba el
gobierno del fraile Aldao, gobierno de robo y muerte, mil veces peor, si esto es
posible, que el que regía en la misma Buenos Aires. Eternamente borracho y
llevando una vida de crápula y vicio en todo sentido. Y las únicas horas que
su cabeza estaba fuera de la influencia del alcohol, las empleaba en hacer daño,
encarcelando a unos y matando a otros, según la antipatía que les tenía o el
monto de la fortuna que les quería robar. Así empezó la vía crucis de
aquella provincia desventurada, via crucis que debía prolongarse de una manera
terrible e indefinida.
Quiroga pasó a La Rioja, donde licenció las milicias que a ella pertenecían,
como a las de Catamarca y Santiago, esperando la llegada del Chacho. Sólo
conservaba en pie las infanterías que había organizado con los presidiarios de
Buenos Aires y los salvajes de Tucumán. Con estas fuerzas y las milicias del
Chacho, había lo suficiente para acudir al punto que fuera necesario.
El primer cuidado de Quiroga fue acudir a la casa de Angela, a quien no había
olvidado aun en medio de sus mayores agitaciones y fatigas. Pero allí esperaba
a Quiroga el primero y el último dolor que tuvo en toda su vida. Angela estaba
en la cama, postrada por una fiebre terrible que había llegado hasta turbar su
razón. La vista de su amante pareció reanimarla un poco, pero poco después
volvió a caer en el terrible sopor que causaba en ella la fuerza de la fiebre.
Quiroga estaba dominado por una desesperación suprema. El que había visto
morir a tantos con la más glacial indiferencia, él que había ordenado la
muerte de tantos seres inocentes a quienes la vida sonreía de todos modos, no
podía conformarse con la desgracia tremenda que importaba para su corazón la
muerte de Angela.
Cómo se entregaba Quiroga por completo a su dolor, era asombroso, pues al
encontrarse impotente para dominar una enfermedad miserable, él que disponía a
su antojo costumbres y cosas llegaba hasta maldecir de sí mismo.
Los chasques de Quiroga recorrían todas las provincias en busca de un médico
que pudiera salvar a Angela, pero los chasques no volvían y ella se iba
consumiendo gradualmente, al extremo de presentar ya un aspecto cadavérico.
Y lo más desesperante para Facundo era que Angela no lo reconocía ni respondía
a sus palabras más apasionadas. Parecía mirarlo con la vaguedad de un loco o
del idiota, sin que su presencia causara en ella ni la más leve sensación. Lo
contemplaba con una indiferencia suprema, permaneciendo insensible a los cariños
y aun a las lágrimas de Quiroga, lágrimas que le arrancaba la desesperación
de la impotencia.
-Así está desde hace mucho tiempo -decía el oficial que había dejado el
Chacho cuidándola-. Ha ido agravándose poco a poco hasta quedar en el estado
en que usted la ve.
-¿Pero es imposible que no haya ningún remedio para volverla a la vida?
-gritaba Quiroga enfurecido-. Mi vida, mi poder, mi esclavitud para el que me
salve a Angela y me la vuelva a la vida.
Y Angela enflaquecía por momentos, puede decirse, sin que los remedios que le
aplicaban con profusión los viejos curanderos bastaran tan sólo a detener el
mal. La vida de Angela se iba acabando por momentos
-¡Angela! ¡Angela! -gritaba Quiroga en el colmo del dolor, y la sacudía
fuertemente como si de aquella manera fuera a volverla a la vida.
En uno de aquellos sacudimientos Angela volcó completamente la cabeza para no
volverla a alzar más: había muerto.
En el primer momento Quiroga quedó preso de un estupor inmenso. Poco a poco
aquel estupor fue desapareciendo, hasta que el tremendo caudillo empezó a dar
escape a su dolor, por actos de una crueldad espantosa. Aquél no era un hombre
sino un tigre que no se saciaba jamás de sangre. El regreso del Chacho fue lo
que vino a distraerle, entreteniéndole el espíritu, salvando así a La Rioja
de los excesos tremendos a que se había lanzado Quiroga